El pasado viernes fue un día
movidito, se cumplió un año más del suceso que marcó la vida de todo un país
cuando el Presidente Gustavo Díaz Ordaz, en su calidad de Comandante Supremo,
mandó al Ejército Mexicano en contra de jóvenes estudiantes mexicanos hace ya
47 años y que todavía vive en nuestro recuerdo porque ¡el 2 de octubre no se
olvida!
Sin embargo del hecho de no
olvidar ni perdonar no debe permitir, de ninguna manera, que grupos de vándalos
“dizque” estudiantes, aprovechen esta fecha tan vergonzante para el gobierno
para dar rienda suelta a cometer actos vandálicos que nada tienen que ver con
el comportamiento de los verdaderos estudiantes que, con sus marcha, rinden tributo y reconocimiento a los
compañeros caídos ese negro día para nuestro país.
Fue el pasado viernes como a
las 11 de la mañana, en plena explanada del Palacio Legislativo de San
Lázaro, cuando el educado joven Gabriel Fernández de la Garza y el infatigable
observador Héctor Cervera le preguntaron a Miguel Reyes Razo: “¿Informó usted
algo de lo que pasó el 2 de Octubre en Tlatelolco?” “Este viernes se cumplirán
47 años. Un titipuchal”. “¿Recuerda Cómo fue?” “¡Cuente!”
Y así relataba Miguel Reyes
Razo, reportero de El Sol de México, lo sucedido ese nefasto Día. Ahí le va…
“Llegué a la redacción de “El
Heraldo de México” como a las 10 de la mañana. El jefe de Información, Don
Mario Santoscoy era muy estricto y exigía a los reporteros acudir al periódico
a recoger su “orden”, revisar periódicos, conocer que nota nos había ganado la
competencia y detalles sobre la tarea encomendada.
“Cubra el mitin del Consejo
Nacional de Huelga a las 17:30 en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco.
Los muchachos dicen que marcharán a Santo Tomás. Al Politécnico. Repórtese con
frecuencia…”. Así había “tecleado” Santoscoy mi comisión.
Llevábamos meses con el
Movimiento Estudiantil. A diario a Ciudad Universitaria. A platicar con Pablo
Marentes. Joven de rostro e inteligente amaba el periodismo. Había entrevistado
a Richard Nixon. A John F. Kennedy. Informaba los hechos del Rector Javier
Barros Sierra. Lo que hacía Fernando Solana. Secretario General de la
Universidad Nacional. Solana exsubdirector de la revista “Mañana”. Nos sacudió
la toma de la C.U. la noche del 18 de septiembre. Tan inesperada. Cuando un
leal amigo le telefoneó al diario y me interrogó con helada voz:
“¿A que obedece la Operación
Ciudad Universitaria?”
“No te entiendo. No sé qué me
quieres decir…
“¡Que el Ejército está entrando
a escuelas y facultades. Tropas bien armadas…”
“Espera. Se lo diré a mi Jefe
de Información”.
Me volví hacia Don Mario
Santoscoy. Me escuchó. Con aire fastidiado me replicó:
“Déjese de fantasías. Póngase a
escribir. Llega usted tarde y todavía pierde el tiempo. Además haga que le
hablen por otro aparato. Deje libre el mío”.
“No me creyó”- dije a mi
informante.
“Te juro que es cierto. Lo
estoy viendo. ¿vas a perder la información? La cosa está muy dura”.
“Espera. Aguántame, cuate. El
señor Santoscoy tiene su genio…”
Porfíe. Insistí. En vano. La
voz de mi amigo se oía muy distante. Muy apenas. Como si se hallara en un sitio
vigilado. Como si procurara susurrar su confidencia. Y SAntoscoy cada vez más sulfurado.
El lleno rostro juvenil –andaba en sus 28 años el compadre de Don Manuel
Buendía- se encendía peligrosamente. Jugué mi última carta:
“Mire señor Santoscoy. Lo que
le digo es verdad. Si no lo fuera le ofrezco mi renuncia. Sin más me iré del
periódico”.
Casi resplandeciente Santoscoy
ordenó: “Leopoldo Mendívil…Reyes Razo…¡Vayanse a Ciudad Universitaria…Llévense
al fotógrafo Porfirio Cuautle …¡Apúrense!”
Cuautle puso su cochecito. Un
“Renault” diminuto. Nos apretujamos y ya íbamos a toda velocidad cuando dejamos
atrás el cine “México”. Y llegamos a las inmediaciones de Ciudad Universitaria.
Cerca de un club de españoles abandonamos el “Renault”. Cuautle procuraba
esconder su equipo. Los soldados solían –como policías uniformados y en traje
de paisano- despojarlos de cámaras y lentes. O –con aires de reto y palabrotas-
estrellarlas contra el pavimento. No era cosa de echar a perder las “Olimpus
Pen” que Don Gabriel Alarcón adquirió para el grupo que dirigía Eduardo Quiroz.
El Ejercito invadio Ciudad Universitaria. Avasalló alumnos, profesores,
catedráticos y funcionarios Ifigenia Martínez fue encarcelada en Tlaxcoaque
¡Era cierto! Los soldados se
habían apropiado de Ciudad Universitaria. ¡Era cierto! Automovilistas que
descendían de sus transportes para llevarse las manos a la cabeza en gesto de
desesperación para luego mesarse los cabellos y mirando al cielo protestar con
llanto y gritos de profundo dolor. “¡Mi casa! ¡Mi casa tomada así! ¡Mi casa
agraviada!”…Arma en mano, alerta, tensos de pies a cabeza los soldados
mostraban que nadie los movería de ahí. En la explanada de Ciudad Universitaria
decenas de muchachos, hombres y mujeres, yacían boca abajo, con las manos
enlazadas a la espalda. “Yo estaba examinando a los muchachos cuando fui
detenida. Tendida. Y llevada a Tlaxcoaque”, contaría después la respetadísima
Ifigenia Martínez.
Era el miedo. Era el temor. Era
el terror. Inquietud de padecer torturas sin fin. De perder la vida. “Con estos
soldados no se juega”, se decía con amargura. Y con sus jefes menos. El propio
Pablo Marentes fue aprisionado. Había jueces, Clotario Margalli el más famoso,
más que dispuestos a declarar responsable del delito de “Disolución Social” al
primero que se les pusiera enfrente. Y a Lecumberri. Al Palacio Negro. A la
“peni”.
Días azarosos. Semanas de
versiones. De hablillas. De guardias en el Zócalo. De irritación por el
bazukazo contra la Preparatoria de San Ildefonso. Advertencias del Presidente
Díaz Ordaz. “Aquí está mi mano tendida…En mí no ha nacido el rencor…No sé de odio…Un
mexicano no deja a otro con la mano estirada…El gobierno cumplirá estrictamente
con la Ley…Con su responsabilidad…” Y los muchachos que se organizaban en piquetes
volantes. Organizaban, con éxito, “mítines relámpago”. La sociedad, las
familias encontradas. Padres preocupados. “les va a pasar algo”. Hermanos
menores entusiasmados “¡Qué bueno , manito. Tú dale”. Y las madres
soltaban los centavos en los mercados a los que llegaban a “botear” los
estudiantes. Y ocurrió la toma del “Casco de Santo Tomás”. Con balazos.
Inmediaciones del Plan Sexenal. Ciencias Biológicas. Por la Calzada de los
Gallos. Que los estudiantes de la Escuela Nacional de Maestros –los
normalistas- se sumaban al Consejo Nacional de Huelga. Al Movimiento
Estudiantil.
Por la Prolongación de San Juan
de Letrán corrían los autobuses “Vía San Juan”. De tono anaranjado. Y los
trolebuses. Y los camiones de la ruta “Circuito Hospitales”. Quizá los llamados
“Postergados” que llegaban hasta la Colonia Industrial dejando atrás la Calzada
de la Ronda. La ex-Hipódromo de Peralvillo. Pasaban frente a la flamante Ciudad
Tlatelolco. Lucía la Torre. Casa de la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Teatros, hospitales, oficinas, escuelas. La Voca 7. Camiones “chatos” de a 40
centavos. “Esto está muy feo. Un solo reportero no podrá con todo. Mande a
Lopez-Dóriga a Legorreta, a Mendivil. Lo hare. Cuídese. No se exponga de más”
Ya como a las cuatro de la
tarde llegaban los muchachos a Tlatelolco. Los dirigentes dirigirían palabras
desde el tercer piso del edificio “Chihuahua”. Por ahí andaba Octavio Solís
Trovamala. Mi condiscípulo en la Escuela Secundaria Mixta Nocturna “Gabino
Barreda”. Se adhirió a una corriente de radicales. Estaba cerca de
Marcelino Perelló, de Gilberto Guevara Niebla, Luis Tomás Cervantes Cabeza de
Vaca,Raúl Álvarez Garín. Los meros meros del Consejo Nacional de
Huelga. “Perelló no va a venir –me dijo Octavio- Anda mal de las piernas. Está
en silla de ruedas. No vendrá”.
Y comenzó la reunión. Y con
altavoces los líderes saludaron a los que poco a poco llenaban la plaza. “Jetón…Dientón…Orejón…-describían
al Presidente de la República. “¡Es Corona del Rosal…Un
desgraciado!”-delineaban con el estribillo de la publicidad de una cerveza al
Regente de la Ciudad el General-Licenciado Alfonso Corona del Rosal. “¡Únete
pueblo…¡Únete pueblo!”, coreaban, tentaban…
Y los dirigentes desde el
tercer piso del “Chihuahua”: “Compañeros…Compañeros…Les comunicamos que
decidimos no realizar la marcha que planeábamos realizar hacia el Casco de
Santo Tomás…” Se produjeron gritos de protesta. “¡Vamos! ¡No nos rajamos!…Los
lideres explicaban: “Tenemos informes que nos dicen que de aquí a Santo Tomás
está apostado el Ejército. Sus efectivos nos esperan. No tiene sentido
pretender realizar la marcha. Sería torpe cambiar insultos por balazos. No
queremos…Por eso compañeros sólo realizaremos un mitin y luego nos marcharemos
a nuestra casa…
Había que informar a la
redacción. Conseguí monedas de 20 centavos. Lo que costaba un telefonazo.
Monedas de cobre con el gorro frigio. Existían casetas telefónicas. Aquel
sexenio conocería la línea ¡Un millón! Usé la que estaba en la contraesquina de
Relaciones Exteriores. “Que los muchachos ya no van a Santo Tomás –señor
Santoscoy. Que…
“Cúbralo como mitin. Y téngame
al tanto”- ordenó Santoscoy. Crucé la calle. Regresaba a la plaza. Policías de
azul se movían, cuidaban el edificio de Relaciones Exteriores. Días atrás un
incendio había medio chamuscado archivos. Algunos ventanales se habían
fracturado. Aquellos policías se metieron a un patio. Rehice mi marcha. Pegado
a la iglesia de Tlatelolco. El paso veloz de un contingente de soldados que con
las armas embrazadas corría frente a la Vocacional 7. Me hizo volver la cabeza
y pensar: “¡Van a tupir a la gente a culatazos!”. Seguí mi camino hacia el
centro de la plaza. Los líderes procuraban tranquilizar: “¡No corran,
compañeros!” ¡No tengan miedo compañeros! “¡No se atropellen, compañeros.
Permanezcamos aquí…No conseguían arraigar a los asistentes. Era hora de
escapar. Hacia cualquier parte salir de ahí…La idea de que me iba a morir me
permitió vivir…
“Escuché tiros. “Deben ser
salvas”, pensé. “No pueden tirar así los soldados contra la gente”. Pero sí.
Los tiros doblaban, vencían, liquidaban. Era la muerte. Gran miedo se apoderó
de mí. Pero tenía que contar lo que ocurría. Reportear. Cubrir. Y me hice a la
idea de que me iba a morir. De que me había llegado la hora. Mentalmente me
despedí de mis padres. De Susana, mi esposa. De Gendebien, de Miguel y de
Amaranta mis tres hijos. Y esa convicción me liberó de temores y pude moverme
con tranquilidad y serenidad. Entraban tanquetas ligeras. Se intensificó el
tiroteo. Entraron camilleros de la Cruz Roja con sus “petos” con el emblema de
la Cruz Roja. Me les uní. Los seguí. Los imité: “¡Cruz Roja…No disparen…Cruz
Roja…No disparen”, decían mientras alzaban las manos. Soldados se dedicaban a
romper las lámparas en los andadores de la Unidad Tlatelolco. El fuego destruyó
tubos que distribuían agua. Chorros poderosos nos bañaban. Mi traje –cortado
por un sastre de la calle Colón de Guadalajara- quedó dado a la desgracia. Como
mis zapatos “Chester” Canadá.
Ya estaban aquí –era 2 de
Octubre- corresponsales de prensa extranjera. Uno de ellos ocupaba una caseta
telefónica. “I am press too…I am press too..” le expliqué. Y me hice del
teléfono. “Escuché lo que ocurre, señor Santoscoy. Hay material roidante del
Ejército. Hay tiroteos. Hay muertos. Le pido que mande a otros compañeros a
Joaquín López Dóriga, a Roberto Legorreta, a Leopoldo Mendívil. Yo solo no
podré cubrir todo lo que está pasando…
“¡Cuídese mucho, Reyes Razo. No
se exponga de más. Voy mandar a otros compañeros. Téngame al tanto… ¡Cuídese!”
***
Mejor nos vemos mañana, hora y lugar
de costumbre, cuando tengamos un número más de EL AJUSTE DE CUENTOS pero ahora,
y por favor, ya no le haga usted más al cuento y ¡ya váyase a trabajar! ¿no le
parece? recuerde que hoy apenas es lunes, que mal comienza semana para el que
ahorcan en lunes y no vaya siendo la de malas porque entonces sí que ya
la…
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