lunes, 5 de octubre de 2015

EL 2 DE OCTUBRE ¡NO SE OLVIDA!

El pasado viernes fue un día movidito, se cumplió un año más del suceso que marcó la vida de todo un país cuando el Presidente Gustavo Díaz Ordaz, en su calidad de Comandante Supremo, mandó al Ejército Mexicano en contra de jóvenes estudiantes mexicanos hace ya 47 años y que todavía vive en nuestro recuerdo porque ¡el 2 de octubre no se olvida!
Sin embargo del hecho de no olvidar ni perdonar no debe permitir, de ninguna manera, que grupos de vándalos “dizque” estudiantes, aprovechen esta fecha tan vergonzante para el gobierno para dar rienda suelta a cometer actos vandálicos que nada tienen que ver con el comportamiento de los verdaderos estudiantes que, con sus marcha,  rinden tributo y reconocimiento a los compañeros caídos ese negro día para nuestro país.
Fue el pasado viernes como a las 11 de la mañana,  en plena explanada del Palacio Legislativo de San Lázaro, cuando el educado joven Gabriel Fernández de la Garza y el infatigable observador Héctor Cervera le preguntaron a Miguel Reyes Razo: “¿Informó usted algo de lo que pasó el 2 de Octubre en Tlatelolco?” “Este viernes se cumplirán 47 años. Un titipuchal”.  “¿Recuerda Cómo fue?”  “¡Cuente!”
Y así relataba Miguel Reyes Razo, reportero de El Sol de México, lo sucedido ese nefasto Día. Ahí le va…
“Llegué a la redacción de “El Heraldo de México” como a las 10 de la mañana. El jefe de Información, Don Mario Santoscoy era muy estricto y exigía a los reporteros acudir al periódico a recoger su “orden”, revisar periódicos, conocer que nota nos había ganado la competencia y detalles sobre la tarea encomendada.
“Cubra el mitin del Consejo Nacional de Huelga a las 17:30 en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. Los muchachos dicen que marcharán a Santo Tomás. Al Politécnico. Repórtese con frecuencia…”. Así había  “tecleado” Santoscoy mi comisión.
Llevábamos meses con el Movimiento Estudiantil. A diario a Ciudad Universitaria. A platicar con Pablo Marentes. Joven de rostro e inteligente amaba el periodismo. Había entrevistado a Richard Nixon. A John F. Kennedy. Informaba los hechos del Rector Javier Barros Sierra. Lo que hacía Fernando Solana. Secretario General de la Universidad Nacional. Solana exsubdirector de la revista “Mañana”. Nos sacudió la toma de la C.U. la noche del 18 de septiembre. Tan inesperada. Cuando un leal amigo le telefoneó al diario y me interrogó con helada voz:

“¿A que obedece la Operación Ciudad Universitaria?”
“No te entiendo. No sé qué me quieres decir…
“¡Que el Ejército está entrando a escuelas y facultades. Tropas bien armadas…”
“Espera. Se lo diré a mi Jefe de Información”.
Me volví  hacia Don Mario Santoscoy. Me escuchó. Con aire fastidiado me replicó:
“Déjese de fantasías. Póngase a escribir. Llega usted tarde y todavía pierde el tiempo. Además haga que le hablen por otro aparato. Deje libre el mío”.
“No me creyó”- dije a mi informante.
“Te juro que es cierto. Lo estoy viendo. ¿vas a perder la información? La cosa está muy dura”.
“Espera. Aguántame, cuate. El señor Santoscoy tiene su genio…”
Porfíe. Insistí. En vano. La voz de mi amigo se oía muy distante. Muy apenas. Como si se hallara en un sitio vigilado. Como si procurara susurrar su confidencia. Y SAntoscoy cada vez más sulfurado. El lleno rostro juvenil –andaba en sus 28 años el compadre de Don Manuel Buendía- se encendía peligrosamente. Jugué mi última carta:
“Mire señor Santoscoy. Lo que le digo es verdad. Si no lo fuera le ofrezco mi renuncia. Sin más me iré del periódico”.
Casi resplandeciente Santoscoy ordenó: “Leopoldo Mendívil…Reyes Razo…¡Vayanse a Ciudad Universitaria…Llévense al fotógrafo Porfirio Cuautle …¡Apúrense!”
Cuautle puso su cochecito. Un “Renault” diminuto. Nos apretujamos y ya íbamos a toda velocidad cuando dejamos atrás el cine “México”. Y llegamos a las inmediaciones de Ciudad Universitaria. Cerca de un club de españoles abandonamos el “Renault”. Cuautle procuraba esconder su equipo. Los soldados solían –como policías uniformados y en traje de paisano- despojarlos de cámaras y lentes. O –con aires de reto y palabrotas- estrellarlas contra el pavimento. No era cosa de echar a perder las “Olimpus Pen” que Don Gabriel Alarcón adquirió para el grupo que dirigía Eduardo Quiroz. El Ejercito invadio Ciudad Universitaria. Avasalló alumnos, profesores, catedráticos y funcionarios Ifigenia Martínez fue encarcelada en Tlaxcoaque
¡Era cierto! Los soldados se habían apropiado de Ciudad Universitaria. ¡Era cierto! Automovilistas que descendían de sus transportes para llevarse las manos a la cabeza en gesto de desesperación para luego mesarse los cabellos y mirando al cielo protestar con llanto y gritos de profundo dolor. “¡Mi casa! ¡Mi casa tomada así! ¡Mi casa agraviada!”…Arma en mano, alerta, tensos de pies a cabeza los soldados mostraban que nadie los movería de ahí. En la explanada de Ciudad Universitaria decenas de muchachos, hombres y mujeres, yacían boca abajo, con las manos enlazadas a la espalda. “Yo estaba examinando a los muchachos cuando fui detenida. Tendida. Y llevada a Tlaxcoaque”, contaría después la respetadísima Ifigenia Martínez.
Era el miedo. Era el temor. Era el terror. Inquietud de padecer torturas sin fin. De perder la vida. “Con estos soldados no se juega”, se decía con amargura. Y con sus jefes menos. El propio Pablo Marentes fue aprisionado. Había jueces, Clotario Margalli el más famoso, más que dispuestos a declarar responsable del delito de “Disolución Social” al primero que se les pusiera enfrente. Y a Lecumberri. Al Palacio Negro. A la “peni”.
Días azarosos. Semanas de versiones. De hablillas. De guardias en el Zócalo. De irritación por el bazukazo contra la Preparatoria de San Ildefonso. Advertencias del Presidente Díaz Ordaz. “Aquí está mi mano tendida…En mí no ha nacido el rencor…No sé de odio…Un mexicano no deja a otro con la mano estirada…El gobierno cumplirá estrictamente con la Ley…Con su responsabilidad…” Y los muchachos que se organizaban en piquetes volantes. Organizaban, con éxito, “mítines relámpago”. La sociedad, las familias encontradas. Padres preocupados. “les va a pasar algo”. Hermanos menores entusiasmados “¡Qué bueno , manito. Tú dale”.  Y las madres soltaban los centavos en los mercados a los que llegaban a “botear” los estudiantes. Y ocurrió la toma del “Casco de Santo Tomás”. Con balazos. Inmediaciones del Plan Sexenal. Ciencias Biológicas. Por la Calzada de los Gallos.  Que los estudiantes de la Escuela Nacional de Maestros –los normalistas- se sumaban al Consejo Nacional de Huelga. Al Movimiento Estudiantil.
Por la Prolongación de San Juan de Letrán corrían los autobuses “Vía San Juan”. De tono anaranjado. Y los trolebuses. Y los camiones de la ruta “Circuito Hospitales”. Quizá los llamados “Postergados” que llegaban hasta la Colonia Industrial dejando atrás la Calzada de la Ronda. La ex-Hipódromo de Peralvillo. Pasaban frente a la flamante Ciudad Tlatelolco. Lucía la Torre. Casa de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Teatros, hospitales, oficinas, escuelas. La Voca 7. Camiones “chatos” de a 40 centavos. “Esto está muy feo. Un solo reportero no podrá con todo. Mande a Lopez-Dóriga a Legorreta, a Mendivil. Lo hare. Cuídese. No se exponga de más”

Ya como a las cuatro de la tarde llegaban los muchachos a Tlatelolco. Los dirigentes dirigirían palabras desde el tercer piso del edificio “Chihuahua”. Por ahí andaba Octavio Solís Trovamala. Mi condiscípulo en la Escuela Secundaria Mixta Nocturna “Gabino Barreda”.  Se adhirió a una corriente de radicales. Estaba cerca de Marcelino Perelló, de Gilberto Guevara Niebla, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca,Raúl  Álvarez Garín. Los meros meros del Consejo Nacional de  Huelga. “Perelló no va a venir –me dijo Octavio- Anda mal de las piernas. Está en silla de ruedas. No vendrá”.
Y comenzó la reunión. Y con altavoces los líderes saludaron a los que poco a poco llenaban la plaza. “Jetón…Dientón…Orejón…-describían al Presidente de la República. “¡Es Corona del Rosal…Un desgraciado!”-delineaban con el estribillo de la publicidad de una cerveza al Regente de la Ciudad el General-Licenciado Alfonso Corona del Rosal. “¡Únete pueblo…¡Únete pueblo!”, coreaban, tentaban…
Y los dirigentes desde el tercer piso del “Chihuahua”: “Compañeros…Compañeros…Les comunicamos que decidimos no realizar la marcha que planeábamos realizar hacia el Casco de Santo Tomás…” Se produjeron gritos de protesta. “¡Vamos! ¡No nos rajamos!…Los lideres explicaban: “Tenemos informes que nos dicen que de aquí a Santo Tomás está apostado el Ejército. Sus efectivos nos esperan. No tiene sentido pretender realizar la marcha. Sería torpe cambiar insultos por balazos. No queremos…Por eso compañeros sólo realizaremos un mitin y luego nos marcharemos a nuestra casa…
Había que informar a la redacción. Conseguí monedas de 20 centavos. Lo que costaba un telefonazo. Monedas de cobre con el gorro frigio. Existían casetas telefónicas. Aquel sexenio conocería la línea ¡Un millón! Usé la que estaba en la contraesquina de Relaciones Exteriores. “Que los muchachos ya no van a Santo Tomás –señor Santoscoy. Que…
“Cúbralo como mitin. Y téngame al tanto”- ordenó Santoscoy. Crucé la calle. Regresaba a la plaza. Policías de azul se movían, cuidaban el edificio de Relaciones Exteriores. Días atrás un incendio había medio chamuscado archivos. Algunos ventanales se habían fracturado. Aquellos policías se metieron a un patio. Rehice mi marcha. Pegado a la iglesia de Tlatelolco. El paso veloz de un contingente de soldados que con las armas embrazadas corría frente a la Vocacional 7. Me hizo volver la cabeza y pensar: “¡Van a tupir a la gente a culatazos!”. Seguí mi camino hacia el centro de la plaza. Los líderes procuraban tranquilizar: “¡No corran, compañeros!” ¡No tengan miedo compañeros! “¡No se atropellen, compañeros. Permanezcamos aquí…No conseguían arraigar a los asistentes. Era hora de escapar. Hacia cualquier parte salir de ahí…La idea de que me iba a morir me permitió vivir…

“Escuché tiros. “Deben ser salvas”, pensé. “No pueden tirar así los soldados contra la gente”. Pero sí. Los tiros doblaban, vencían, liquidaban. Era la muerte. Gran miedo se apoderó de mí. Pero tenía que contar lo que ocurría. Reportear. Cubrir. Y me hice a la idea de que me iba a morir. De que me había llegado la hora. Mentalmente me despedí de mis padres. De Susana, mi esposa. De Gendebien, de Miguel y de Amaranta mis tres hijos. Y esa convicción me liberó de temores y pude moverme con tranquilidad y serenidad. Entraban tanquetas ligeras. Se intensificó el tiroteo. Entraron camilleros de la Cruz Roja con sus “petos” con el emblema de la Cruz Roja. Me les uní. Los seguí. Los imité: “¡Cruz Roja…No disparen…Cruz Roja…No disparen”, decían mientras alzaban las manos. Soldados se dedicaban a romper las lámparas en los andadores de la Unidad Tlatelolco. El fuego destruyó tubos que distribuían agua. Chorros poderosos nos bañaban. Mi traje –cortado por un sastre de la calle Colón de Guadalajara- quedó dado a la desgracia. Como mis zapatos “Chester” Canadá.
Ya estaban aquí –era 2 de Octubre- corresponsales de prensa extranjera. Uno de ellos ocupaba una caseta telefónica. “I am press too…I am press too..” le expliqué. Y me hice del teléfono. “Escuché lo que ocurre, señor Santoscoy. Hay material roidante del Ejército. Hay tiroteos. Hay muertos. Le pido que mande a otros compañeros a Joaquín López Dóriga, a Roberto Legorreta, a Leopoldo Mendívil. Yo solo no podré cubrir todo lo que está pasando…
“¡Cuídese mucho, Reyes Razo. No se exponga de más. Voy mandar a otros compañeros. Téngame al tanto… ¡Cuídese!”
***
Mejor nos vemos mañana, hora y lugar de costumbre, cuando tengamos un número más de EL AJUSTE DE CUENTOS pero ahora, y por favor, ya no le haga usted más al cuento y ¡ya váyase a trabajar! ¿no le parece? recuerde que hoy apenas es lunes, que mal comienza semana para el que ahorcan en lunes y no vaya siendo la de malas porque entonces sí que ya la… 


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